EL POZO
Autor: Jon, GIII. Getxo
Cuando Javier llegó al viejo caserío que
perteneció una vez a su abuelo, las telarañas colgaban en los rincones, dándole
un aspecto abandonado. La suciedad campaba a sus anchas hasta que limpió y puso
todo en orden. Deseaba acabar cuanto antes, no porque le gustara el lugar, tan
frío y apartado de la ciudad, sino porque no tenía otro sitio adonde ir ya que
la regorma del piso en el que vivía iba a tardar más de un mes y no quería
molestar a su familia, de la que se había distanciado.
Cuando terminó de limpiar recorrió de un
vistazo la sala. Enseguida se fijó en un pequeño cuadro con un marco negro que
se ocultaba detrás de una mesilla. Lo cogió mientras la apartaba y lo miró con
atención.
El cuadro era de dimensiones no más grandes
que un libro y en él se representaba a su abuelo junto con otra persona cerca
del pozo que había detrás de esa misma casa. Su abuelo, un hombre imponente,
grande y de anchas espaldas estaba serio, con las manos a la espalda y parecía
que estudiara a la persona que lo retrataba. A su izquierda, la otra persona,
un hombre quizá un poco más joven que su abuelo, sonreía con los brazos
cruzados con el pozo de piedra a su lado. Lo reconoció como un hombre que vivía
cerca, un antiguo amigo de su abuelo y del que se acordaba vagamente.
Algo en el cuadro le desagradó profundamente
sin encontrar una explicación y lo guardó en un armario de la sala para
olvidarse de él.
Después del trabajo que supuso adecentar la
casa, estaba realmente cansado, así que se acostó en el único dormitorio que
encontró.
Esa noche le invadieron unos sueños
inquietantes. Soñó con el hombre del cuadro, que le sonreía. Era una sonrisa
extraña y difícil de describir, la boca demasiado tersa, demasiado grande, no
parecía humana. Los ojos del hombre le miraban fijamente, muy abiertos y
recubiertos por diminutas venas, como una enfermedad insidiosa que se abriera
paso a través de ellos dispuesta a llegar a la carne para devorarla. Mas allá
del hombre, su abuelo miraba dentro del pozo atentamente como si hubiera algo
maravilloso dentro, algo que le tenía fascinado.
A la hora de levantarse se encontró más
cansado que cuando se fue a dormir y se tomó un par de aspirinas porque tenía
un fuerte dolor que le golpeaba las sienes como un martillo.
Salió a la parte de atrás a mirar el pozo que
el día anterior no había tenido tiempo de inspeccionar. El patio estaba
infestado de malas hierbas y un montón de leña se encontraba ordenadamente apilado a la entrada. Allí encontró
el pozo, lo recordaba de cuando era pequeño y venía a la casa con sus padres de
visita hasta que murió su abuelo en el hospital, ya divagando y hablando de
cosas extrañas a las que por aquel entonces no prestó mucha atención.
Se apoyó en la fría piedra que era la boca del
pozo y miró hacia abajo, estuvo varios minutos observando nada más que negrura
y se dio la vuelta. ¿Que podía encontrar allí abajo? Era absurdo.
Cuando ya estaba casi entrando en la casa paró
en seco. Acababa de oír un ruido, como si algo se moviera en el interior del
agujero, quizá rascando la piedra, un sonido de rechinar.
Volvió a mirar pero nada se movía allí abajo,
seguramente tenía fiebre y ésta le había hecho escuchar algo que en realidad no
existía.
Poco más hizo ese día tal y como se encontraba,
así que se acostó temprano. Los sueños que tuvo esa noche fueron incluso más
perturbadores que los de la noche anterior. Volvía a aparecer ese hombre, pero
esta vez se encontraba más envejecido y delgado, casi escuálido y los ojos
daban la impresión de que se le iban a salir de las órbitas de su ajado rostro
para salir rodando por el suelo en cualquier momento. La sonrisa era aún más
tirante y estiraba su brazo hacia él como intentando agarrarle con sus uñas
sucias y rotas. La diferencia con el sueño de la noche anterior era que ahora
su abuelo enseñaba los dientes con la misma sonrisa desquiciada de aquel hombre
y se encontraban los dos junto al pozo. De su interior, de la inmensa negrura
emergían voces. Unas voces que parecían escucharse directamente en su cabeza. Las
escuchaba, aunque no quisiera y le pedían o más bien le exigían un pago, un
sacrificio.
Despertó empapado en sudor y pasó la mañana
tumbado en un sofá. Estaba asustado y después de comer llamó a su hermano David
para que viniera a recogerle. No quería pasar un día mas en aquella casa,
aunque ello significara ir a vivir con su hermano y su mujer durante algún
tiempo, algo que no le apetecía en absoluto. Pasó todo el día esperándole.
Cuando llegó ya eran las once de la noche pasadas.
-Deberías haber
llamado antes si te encuentras tan mal -dijo David nada más llegar, las ojeras
le delataban y estaba pálido-, parece que tuvieras veinte años más.
Javier le agradeció que viniera y entraron en
casa. Cenaron mientras charlaban y acordaron irse por la mañana. Era mejor así
pues ya era noche cerrada y el camino que bajaba a través del monte era
peligroso recorrerlo en coche a esas horas. De todas formas, ahora que estaban
juntos, Javier se encontraba más tranquilo.
David durmió en el sofá y él se acostó en la
cama. La fiebre le había bajado y ya no tendría pesadillas, o al menos eso
pensaba.
Se equivocó. El angustioso sueño comenzó de
nuevo y esta vez fue tan vívido que sentía la tierra que se incrustaba entre
los dedos de sus pies desnudos cuando andaba, el sudor que perlaba su piel
provocándole intensos escalofríos y el vaho que exhalaba cuando respiraba.
También notó, mezclado con la tierra de sus dedos, un líquido viscoso que
cuando se fijó posando la vista en el suelo, descubrió con gran horror que
resultaba ser sangre. Sí, la sangre que salía del pozo y se arremolinaba
alrededor de sus pies, intentando tirar de el para llevarlo a través de la
oscuridad de aquel siniestro agujero que parecía no tener fin. Allí no se
hallaban ya ni su abuelo ni aquel otro hombre, pero las voces sí que estaban y
esta vez parecían envolverle, girar a su alrededor dándole una sensación de
gran mareo y gritarle que necesitaban un sacrificio, un pago de sangre, un
cuerpo que alimentara lo que quiera que se resguardara allí abajo, en la profundidad.
Gritó y se despertó. Instintivamente se
inclinó hacia delante para mirarse los pies deseando que la sangre no los
empapara y con gran alivio descubrió que nada había de anormal en ellos.
Pero las voces no habían desaparecido:
-San...gre- repetían
una y otra vez con tono agudo-, san...gre.
Se tapó los oídos y chilló. Seguía
escuchándolas ¿Acaso se estaba volviendo loco?
Su hermano entró corriendo en la habitación,
la cara desencajada del susto.
-Él-dijeron las
voces-, le queremos a él.
Javier se tapó de nuevo los oídos y se volvió
en la cama mirando la pared para no ver a su hermano, al que las voces parecían
reclamar. Lo que vio a la cabecera de la cama consiguió helarle la sangre en
las venas: el cuadro, aquel cuadro de pesadilla estaba allí colgado como
desafiándole. Se dijo a si mismo que era imposible, que sin duda seguía dormido
pues no lo había movido del armario donde lo había guardado cuando lo vio por
vez primera. Pero lo que más estupor le produjo fue la sonrisa que ahora tenía
su abuelo, igual que la que exhibía en el sueño.
-Voy a llevarte al
hospital-dijo David nervioso-y no te lo estoy pidiendo, vamos a ir ahora mismo
Javi.
-Iré, pero antes me
gustaría que vieras una cosa.
-No sé qué es lo
que te está pasando, estás muy raro -replicó David claramente sorprendido por
la extraña reacción de su hermano- pero me lo enseñas y nos vamos
inmediatamente.
-No te preocupes-sonrió tristemente Javier.
Atravesaron la casa y Javier le guió hacia la
parte de atrás. Las voces seguían persistentes en su cabeza:
-Tráenoslo-decían-,
tráenoslo.
Nada mas salir, con su hermano por delante de
él, Javier agarró un trozo de leña del tamaño de su antebrazo de los que había
apilados cerca de la entrada.
-Lo siento-murmuró
Javier.
-¿Qué…-David
comenzó a girarse.
La pesada madera le aplastó el cráneo a la
altura de la sien como si fuera una cáscara de nuez, con un sonido audible que
espantó a los pájaros que se ocultaban en los árboles colindantes.
David cayó al suelo desplomado y jadeante. Aún
seguía vivo.
Javier agarró a su hermano por las axilas. La
sangre manaba a borbotones de su cabeza y se escurría sinuosamente hasta
teñirle las manos.
-Ellos me lo
ordenan -dijo seguro de sí mismo.
David intentaba hablar pero lo único que salía
de su boca era una sanguinolenta saliva. Estaba muriendo a ojos vista.
-Me lo ordenan -repitió
Javier-, es necesario.
Arrastró el cuerpo de David hasta la boca del
pozo, se apoyó en la piedra y lo alzó a duras penas hasta dejarlo colgando
hacia dentro.
-No estarás solo -dijo-,
estarás con el abuelo y con...mucha más gente.
Entonces empujó el cuerpo y David cayó al
vacío emitiendo un gemido de protesta apenas audible. Se quedó escuchando,
aunque sabía que no habría ningún sonido pues aquel agujero, aquella oscuridad
como la del infierno, simplemente no tenía fondo.
Dio la vuelta y sonrió, con una sonrisa
extraña, tersa e inhumana porque las voces habían desaparecido. Ahora tenía un
propósito en la vida, una misión importante: dar de comer al pozo.
Aunque sabía que algún día el testigo pasaría
a otro y entonces sería su propio cuerpo el que lo alimentara.
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