Llevar
un calcetín de cada color o una piedra de la suerte siempre en bolsillo. Comer
una manzana cada mañana o no escribir más de treinta páginas al mes. Firmar los
documentos importantes con la misma pluma o no pasar nunca por debajo de una
escalera.
Casi
hay tantas manías y obsesiones como personas, pero las de los escritores
resultan especialmente curiosidad, divertidas e interesantes. En el blog “El
Placer de la lectura” publican este fantástico artículo de Papel en Blanco.
Como
toda actividad que depende en parte del azar (que ese día estés inspirado, que
ese día encuentres el personaje que necesitabas, que continúes con ánimos para
escribir una página más de ese manuscrito que ya alcanza las 400, que el
público te dé la espalda, que la editorial no apruebe el manuscrito, etc.), los
creadores literarios están llenos de manías, melindres y rituales.
Por
ejemplo, Thomas Mann era tan obsesivo con los personajes que creaba para sus
novelas que incluso se imaginaba cómo podría ser su firma. Luego también le
leía lo escrito a toda su familia y les pedía consejos.
Gabriel
García Márquez necesitaba estar en una habitación con una temperatura determinada.
Debe tener en su mesa una flor amarilla, de lo contrario no se sienta a
escribir. Y siempre lo hace descalzo. Si no está inspirado, no escribe
absolutamente nada.
John
Steinbeck trabajaba con lápiz, pero tenían que ser lápices redondos para que las
aristas no se le clavaran en los dedos.
Mario
Vargas Llosa, que empieza la escritura a las 7 de la mañana, tiene un orden
casi obsesivo, los libros de su biblioteca están ordenados por motivos
curiosos: por tamaño, por países… y se rodea de figuras de hipopótamos de todas
clases.
Norman
Mailer siguió un sistema de trabajo muy rígido a la hora de ponerse a escribir Los desnudos y los muertos: sólo
trabajaba 4 días a la semana: lunes, martes, jueves y viernes.
Saramago
sólo escribía dos folios por día, y ni una línea más.
Haruki
Murakami se levanta a las 4 de la mañana, trabaja 6 horas. Por la tarde corre
10 km o nada 1.500 m, lee, escucha música y se va a la cama a las 9. Sigue esa
rutina sin ninguna variación. Dice que termina siendo una especie de hipnosis,
que le permite alcanzar un profundo estado mental.
Henry
Miller tenía manía a la comodidad. Para él la incomodidad era el acicate de la
imaginación. Trabajar incómodo era la mejor forma de escribir algo potable.
Mario
Benedetti, a sus más de ochenta años, procuraba a veces llegar a sus citas con
antelación y así aprovechar ese tiempo para trabajar.
Antonio
Tabucchi sólo escribía en cuadernos escolares.
Carmen
Martín Gaite, cuya última enfermedad no le dejó concluir su novela Los parentescos, murió abrazada a sus
cuadernos.
Neruda
lo hacía con tinta verde.
John
Updike, si estaba atravesando un bloqueo literario, pensaba en el futuro: ¿cómo
quedaría su libro en los anaqueles de una biblioteca pública? Se lo imaginaba
con todo lujo de detalles y entonces encontraba nuevas energías para ponerse a
escribir.
Borges
se metía en la bañera por la mañana y meditaba sobre si lo que había soñado
valdría para un poema o relato.
Jorge
Edwards aprovecha cualquier papel que lleve encima, desde una servilleta del
bar hasta un recibo de la lavandería, para tomar nota de sus ideas en los
momentos más insospechados.
Isabel
Allende hace conjuros antes de ponerse a escribir. Tiene fetiches y comienza
siempre sus novelas el 8 de Enero. Al empezar a escribir, enciende una vela.
Cuando la vela se apaga, deja de escribir, esté por donde esté. Lo deja todo.
Hemingway
también tenía otro fetiche: escribía con una pata de conejo raída en el bolsillo.
Michael
Chrichton era tan obsesivo con su trabajo que, cuando no estaba escribiendo, su
cabeza estaba pensando en el libro. No en vano se casó 5 veces, y una de sus
mujeres, Anne-Marie Martin, declaró: Era como vivir con un cuerpo inerte.
Michael estaba siempre en otra parte.
Isaac Asimov
trabajaba 8 horas al día, 7 días a la semana. No descansaba ningún festivo o
fin de semana, y su horario era intocable. Cuando estaba dedicado a escribir,
su media era de 35 páginas al día. No le gustaba revisar más de una vez sus
escritos, porque lo consideraba una pérdida de tiempo
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