Relatos de EPA Getxo en el contexto del proyecto "Competencia en comunicación lingüística" (2)

EL POZO

Autor: Jon, GIII. Getxo

Cuando Javier llegó al viejo caserío que perteneció una vez a su abuelo, las telarañas colgaban en los rincones, dándole un aspecto abandonado. La suciedad campaba a sus anchas hasta que limpió y puso todo en orden. Deseaba acabar cuanto antes, no porque le gustara el lugar, tan frío y apartado de la ciudad, sino porque no tenía otro sitio adonde ir ya que la regorma del piso en el que vivía iba a tardar más de un mes y no quería molestar a su familia, de la que se había distanciado.
Cuando terminó de limpiar recorrió de un vistazo la sala. Enseguida se fijó en un pequeño cuadro con un marco negro que se ocultaba detrás de una mesilla. Lo cogió mientras la apartaba y lo miró con atención.
El cuadro era de dimensiones no más grandes que un libro y en él se representaba a su abuelo junto con otra persona cerca del pozo que había detrás de esa misma casa. Su abuelo, un hombre imponente, grande y de anchas espaldas estaba serio, con las manos a la espalda y parecía que estudiara a la persona que lo retrataba. A su izquierda, la otra persona, un hombre quizá un poco más joven que su abuelo, sonreía con los brazos cruzados con el pozo de piedra a su lado. Lo reconoció como un hombre que vivía cerca, un antiguo amigo de su abuelo y del que se acordaba vagamente.
Algo en el cuadro le desagradó profundamente sin encontrar una explicación y lo guardó en un armario de la sala para olvidarse de él.
Después del trabajo que supuso adecentar la casa, estaba realmente cansado, así que se acostó en el único dormitorio que encontró.
Esa noche le invadieron unos sueños inquietantes. Soñó con el hombre del cuadro, que le sonreía. Era una sonrisa extraña y difícil de describir, la boca demasiado tersa, demasiado grande, no parecía humana. Los ojos del hombre le miraban fijamente, muy abiertos y recubiertos por diminutas venas, como una enfermedad insidiosa que se abriera paso a través de ellos dispuesta a llegar a la carne para devorarla. Mas allá del hombre, su abuelo miraba dentro del pozo atentamente como si hubiera algo maravilloso dentro, algo que le tenía fascinado.
A la hora de levantarse se encontró más cansado que cuando se fue a dormir y se tomó un par de aspirinas porque tenía un fuerte dolor que le golpeaba las sienes como un martillo.
Salió a la parte de atrás a mirar el pozo que el día anterior no había tenido tiempo de inspeccionar. El patio estaba infestado de malas hierbas y un montón de leña se encontraba  ordenadamente apilado a la entrada. Allí encontró el pozo, lo recordaba de cuando era pequeño y venía a la casa con sus padres de visita hasta que murió su abuelo en el hospital, ya divagando y hablando de cosas extrañas a las que por aquel entonces no prestó mucha atención.
Se apoyó en la fría piedra que era la boca del pozo y miró hacia abajo, estuvo varios minutos observando nada más que negrura y se dio la vuelta. ¿Que podía encontrar allí abajo? Era absurdo.
Cuando ya estaba casi entrando en la casa paró en seco. Acababa de oír un ruido, como si algo se moviera en el interior del agujero, quizá rascando la piedra, un sonido de rechinar.
Volvió a mirar pero nada se movía allí abajo, seguramente tenía fiebre y ésta le había hecho escuchar algo que en realidad no existía.
Poco más hizo ese día tal y como se encontraba, así que se acostó temprano. Los sueños que tuvo esa noche fueron incluso más perturbadores que los de la noche anterior. Volvía a aparecer ese hombre, pero esta vez se encontraba más envejecido y delgado, casi escuálido y los ojos daban la impresión de que se le iban a salir de las órbitas de su ajado rostro para salir rodando por el suelo en cualquier momento. La sonrisa era aún más tirante y estiraba su brazo hacia él como intentando agarrarle con sus uñas sucias y rotas. La diferencia con el sueño de la noche anterior era que ahora su abuelo enseñaba los dientes con la misma sonrisa desquiciada de aquel hombre y se encontraban los dos junto al pozo. De su interior, de la inmensa negrura emergían voces. Unas voces que parecían escucharse directamente en su cabeza. Las escuchaba, aunque no quisiera y le pedían o más bien le exigían un pago, un sacrificio.
Despertó empapado en sudor y pasó la mañana tumbado en un sofá. Estaba asustado y después de comer llamó a su hermano David para que viniera a recogerle. No quería pasar un día mas en aquella casa, aunque ello significara ir a vivir con su hermano y su mujer durante algún tiempo, algo que no le apetecía en absoluto. Pasó todo el día esperándole. Cuando llegó ya eran las once de la noche pasadas.
-Deberías haber llamado antes si te encuentras tan mal -dijo David nada más llegar, las ojeras le delataban y estaba pálido-, parece que tuvieras veinte años más.
Javier le agradeció que viniera y entraron en casa. Cenaron mientras charlaban y acordaron irse por la mañana. Era mejor así pues ya era noche cerrada y el camino que bajaba a través del monte era peligroso recorrerlo en coche a esas horas. De todas formas, ahora que estaban juntos, Javier se encontraba más tranquilo.
David durmió en el sofá y él se acostó en la cama. La fiebre le había bajado y ya no tendría pesadillas, o al menos eso pensaba.
Se equivocó. El angustioso sueño comenzó de nuevo y esta vez fue tan vívido que sentía la tierra que se incrustaba entre los dedos de sus pies desnudos cuando andaba, el sudor que perlaba su piel provocándole intensos escalofríos y el vaho que exhalaba cuando respiraba. También notó, mezclado con la tierra de sus dedos, un líquido viscoso que cuando se fijó posando la vista en el suelo, descubrió con gran horror que resultaba ser sangre. Sí, la sangre que salía del pozo y se arremolinaba alrededor de sus pies, intentando tirar de el para llevarlo a través de la oscuridad de aquel siniestro agujero que parecía no tener fin. Allí no se hallaban ya ni su abuelo ni aquel otro hombre, pero las voces sí que estaban y esta vez parecían envolverle, girar a su alrededor dándole una sensación de gran mareo y gritarle que necesitaban un sacrificio, un pago de sangre, un cuerpo que alimentara lo que quiera que se resguardara allí abajo, en la profundidad.
Gritó y se despertó. Instintivamente se inclinó hacia delante para mirarse los pies deseando que la sangre no los empapara y con gran alivio descubrió que nada había de anormal en ellos.
Pero las voces no habían desaparecido:
-San...gre- repetían una y otra vez con tono agudo-, san...gre.
Se tapó los oídos y chilló. Seguía escuchándolas ¿Acaso se estaba volviendo loco?
Su hermano entró corriendo en la habitación, la cara desencajada del susto.
-Él-dijeron las voces-, le queremos a él.
Javier se tapó de nuevo los oídos y se volvió en la cama mirando la pared para no ver a su hermano, al que las voces parecían reclamar. Lo que vio a la cabecera de la cama consiguió helarle la sangre en las venas: el cuadro, aquel cuadro de pesadilla estaba allí colgado como desafiándole. Se dijo a si mismo que era imposible, que sin duda seguía dormido pues no lo había movido del armario donde lo había guardado cuando lo vio por vez primera. Pero lo que más estupor le produjo fue la sonrisa que ahora tenía su abuelo, igual que la que exhibía en el sueño.
-Voy a llevarte al hospital-dijo David nervioso-y no te lo estoy pidiendo, vamos a ir ahora mismo Javi.
-Iré, pero antes me gustaría que vieras una cosa.
-No sé qué es lo que te está pasando, estás muy raro -replicó David claramente sorprendido por la extraña reacción de su hermano- pero me lo enseñas y nos vamos inmediatamente.
-No te preocupes-sonrió tristemente Javier.
Atravesaron la casa y Javier le guió hacia la parte de atrás. Las voces seguían persistentes en su cabeza:
-Tráenoslo-decían-, tráenoslo.
Nada mas salir, con su hermano por delante de él, Javier agarró un trozo de leña del tamaño de su antebrazo de los que había apilados cerca de la entrada.
-Lo siento-murmuró Javier.
-¿Qué…-David comenzó a girarse.
La pesada madera le aplastó el cráneo a la altura de la sien como si fuera una cáscara de nuez, con un sonido audible que espantó a los pájaros que se ocultaban en los árboles colindantes.
David cayó al suelo desplomado y jadeante. Aún seguía vivo.
Javier agarró a su hermano por las axilas. La sangre manaba a borbotones de su cabeza y se escurría sinuosamente hasta teñirle las manos.
-Ellos me lo ordenan -dijo seguro de sí mismo.
David intentaba hablar pero lo único que salía de su boca era una sanguinolenta saliva. Estaba muriendo a ojos vista.
-Me lo ordenan -repitió Javier-, es necesario.
Arrastró el cuerpo de David hasta la boca del pozo, se apoyó en la piedra y lo alzó a duras penas hasta dejarlo colgando hacia dentro.
-No estarás solo -dijo-, estarás con el abuelo y con...mucha más gente.
Entonces empujó el cuerpo y David cayó al vacío emitiendo un gemido de protesta apenas audible. Se quedó escuchando, aunque sabía que no habría ningún sonido pues aquel agujero, aquella oscuridad como la del infierno, simplemente no tenía fondo.
Dio la vuelta y sonrió, con una sonrisa extraña, tersa e inhumana porque las voces habían desaparecido. Ahora tenía un propósito en la vida, una misión importante: dar de comer al pozo.
Aunque sabía que algún día el testigo pasaría a otro y entonces sería su propio cuerpo el que lo alimentara.



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